Mucho se habla sobre la histórica nominación de Hillary Clinton como candidata presidencial, pero se olvida sobre cuán viable es que las mujeres comunes y corrientes tengan las mismas oportunidades que hombres en obtener un buen salario y un trato igual en el espacio laboral. Sabemos que Hillary puede ser la próxima presidenta ante un Trump que está cayendo en las encuestas.
No será ni la primera ni la única en las Américas, porque ya América Latina ha dado cátedra en elegir mujeres como jefes de estado. De hecho ya en el siglo XX teníamos a Mireya Moscoso en Panamá, Violeta Chamorro en Nicaragua y los interinatos de Isabel Perón y Lydia Tejada en Argentina y Bolivia respectivamente.
Llegada al poder de un miembro del sector marginado no es sinónimo de un automático cambio profundo en las políticas públicas y en el imaginario del sector corporativo sobre el rol de estos grupos en la sociedad. A ver si nuestros hermanos indios del Perú no siguen sufriendo de la marginación, esto a pesar de las presidencias de Alejandro Toledo y Humala.
Y aun cuando ambos presidentes tuvieran las intenciones por hacer algo, en esencia se necesita un cambio de régimen sobre el tratamiento institucional que se les ha dado a este sector valioso de nuestras naciones. Aun cuando cifras del Banco Mundial reportan que en la región latinoamericana hubo una mejora en acceso a la sanidad de estos grupos, la realidad es que casi seguro que muchos de ellos sigan viviendo en un nivel de pobreza.
Cuando Chile y Brasil han tenido jefas de estado, la verdad es que esa gesta no se ha transformado en igualdad salarial para las chilenas y brasileñas. El caso de estas últimas es alarmante cuando una mujer gana $48 por cada dólar que obtiene un hombre. Mientras que en Chile existe una ley de remuneración igualitaria, esto no ha impedido que ocupe la cola en la región en desigualdad salarial, según datos del Foro Económico Mundial.
Pero más allá de caer en la liturgia y el discurso de la igualdad en el poder político, hay que concentrarse más en el impacto en los ciudadanos de a pie. Cuando miramos las estadísticas de la relación entre salarios y géneros. Vemos que en nuestra región hubo una reducción significativa en la brecha salarial entre hombres y mujeres. En 1990 las mujeres solo cobraban el 71% del dinero que cobraban los hombres. Mientras que para 2014 esa cifra pasó al 84%, esto según informes de la CEPAL.
No hay dudas que vemos una luz de esperanza en reducir la brecha entre los dos géneros, pero es un imperativo que gobiernos se comprometan a fomentar un mayor acceso a todos los sectores de la sociedad. Porque sabemos que nuestras sociedades hay un nivel de marginación evidente hacia ciertos tipos de ciudadanos que han sido estereotipados bajo una percepción de inferioridad.
Inclusive la presidencia de Obama ha reconocido que las féminas estadounidenses cobran en promedio unos 79 centavos por cada dólar que se gana un hombre. La desigualdad es un atasco difícil y complejo de atacar, pero aun así debe resultar inaceptable que a una persona se le pague menos por su raza, sexo o religión. Aun así, el resultado del empoderamiento femenino resulta más en la capacidad individual de crecer y desarrollarse con herramientas provistas por el entorno adecuado que debe crear el Estado para ello.
Cuando es la paga igualitaria, el principal estribillo de los progresistas también hay que hablar de quitarnos de la mente sobre la hegemonía discursiva patriarcal sobre la patética expresión “cada género tiene su profesión”. Porque para pensar en igualdad, hay que derrumbar la actitud machista que aún sigue perseverando en muchos de los aparatos ideológicos del Estado.